#LESRARES: MIS MARCAS DEL BULLYING HOMOFÓBICO Y CÓMO SALÍ ADELANTE

A continuación, les comparto el segundo Relato de Diversidad Sexual del libro "#LESRARES", de la periodista Verónica Dema y el psicólogo Alejandro Viedma. 
Publicado el 12.10.16 en el Blog de LN Boquitas Pintadas
Pasaron varios años desde que conocí a Alejandro Viedma hasta que me contó de su costumbre de tachar los días escolares. Como un preso, recuerdo que pensé, que no ve la hora de terminar con el encierro. 
En este relato en primera persona Alejandro se abre a narrar los episodios de bullying que lo acompañaron en su niñez y adolescencia. Fueron momentos que vivió con angustia y casi en soledad. “El viaje de egresados a Bariloche fue una tortura. Dos de mis compañeros les dijeron a los pibes de otros colegios que yo era re puto. Cuando me enteré me sentí observado y evitado; lo único que quería era estar en mi casa”, escribe en este texto rememorativo. El recorrido se extiende, también, hacia la adultez: Alejandro es Licenciado en Psicología por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y un ejemplo de cómo salir adelante, pese a todo. Verónica Dema.
La vida de Alejandro, en sus palabras 
Desde muy chico sentí que no formaba parte de lo que hacían y les gustaba a mis compañeritos varones. Mis intereses se iban diferenciando cada vez más de los de ellos a partir de quinto grado, o sea, a mis diez años. Y no hablo de sexualidad, porque en esa época no tenía idea de lo que era el sexo. Pero sentía que no encajaba, que no pertenecía al grupo de pibes formado por quienes jugaban al fútbol o empezaban a admirar a ídolos que nunca fueron los míos, como Maradona o Soda Stereo, o denigraban al que parecía el más débil... Como empecé a juntarme más con mis compañeras, comenzaron las cargadas con palabras como “marica” o “nena”. Eso se fue acrecentando en sexto y séptimo grado y, paralelamente, iba escuchando en la televisión, en la misa a la que asistía los domingos, en el barrio, que ser homosexual estaba mal, que era pecado, que era sinónimo de ser un enfermo, algo contranatural, por lo cual fui incorporando que yo era diferente y con algo a corregir. 
Recuerdo que a los once varios de mis compañeros, los mismos que ya habían dejado de elegirme para jugar y habían dejado de invitarme a sus cumpleaños (algo horrible para mí), me esperaron en el aula luego de educación física, donde empezaron con cánticos agresivos. No aguanté y me puse a llorar, me veía tan en desventaja frente a ellos, como con el pudor de quedarme desnudo públicamente y aún más humillado por mis lágrimas, que fueron la descarga de tiempo acumulado de tensión. 
A mediados de los ochenta tampoco había comprensión ni contención en las familias y yo me sentía muy solo. En paralelo siempre fui un alumno destacado, tal vez inconscientemente me exigía mucho como para compensar lo que suponía que no le iba a agradar a los demás: tenía las mejores notas porque eso no me costaba y me gustaba que mis padres estuvieran conformes con ese aspecto mío. 
Lo peor fue a partir de la mitad del secundario -encima fui a un comercial técnico en administración de empresas, es decir, estuve seis años en aquel colegio-. Me acuerdo que en quinto año empecé a tachar los días que pasaban, se ve que ya me gustaban las agendas, así que era un aliciente ver que en el calendario faltaba menos para que terminaran las clases. Eso hacía menos insoportable todo: casi la mitad de mis compañeros había dejado de saludarme un año antes y, si bien nunca ejercieron violencia física sobre mí, sí fue muy fuerte la simbólica, verbal, psicológica con referencias homofóbicas. Y eso no fue menos duro porque, aunque no lo hicieran mirándome a los ojos, las burlas, los insultos, los grafitis en las paredes mencionando mi apellido, las notas que me dejaban en mi carpeta me lastimaban mucho. Y sentía mucha vergüenza, miedo y así me fui encerrando cada vez más. Por suerte tenía tres amigas en mi división, no sé qué hubiera pasado sin ellas, con quienes al menos podía hablar. 
En sexto la situación lejos de mejorar empeoró, porque llegó el viaje de egresados a Bariloche y fue una tortura en lugar de vivir una semana de diversión, porque dos de mis compañeros fueron por más, les dijeron a los pibes de otros colegios que yo era “re puto”, así que cuando me enteré me sentí tan expuesto, observado, evitado y mirado con sorna que lo único que quería era irme, estar en mi casa. Nunca me sentí tan aliviado como cuando terminé esa etapa. 
Hoy no tengo rencor ni enojo con nadie. Hasta puedo comprender por qué la gente discriminaba: en los ’80s y ’90s estábamos en un contexto donde nos maleducaron respecto a lo que ahora se denomina diversidad sexual, sin leyes igualitarias, sin cuidarse de lo políticamente incorrecto, siendo los homosexuales parte de manuales de desórdenes mentales, así que no culpo a nadie aunque lo haya vivido con dolor. Pero, obviamente, no quisiera retroceder el tiempo para nada, por eso creo que hoy -y mañana-siempre es mejor, lo peor ya pasó. 
No obstante, no olvido. En una de mis sesiones de terapia le decía a mi analista: “Recuerdo haber leído en un texto de Freud que de la guerra volvían más traumatizados los que regresaban ilesos que los que salían heridos o incluso habiendo perdido partes de su cuerpo... Los sueños eran más repetitivos en los que no tuvieron marcas corporales... Así que a veces la palabra que injuria lastima más que un látigo o una bala”. Y él me respondió: “Es que los oídos no tienen párpados, están sobreexpuestos, sin protección”, y me señaló una frase de Oscar Masotta: “No matar la palabra, no dejarse matar por ella”, es decir que no hay que quedarse callado ni permitir que la palabra que degrada provoque tanto daño. Quizás por eso es que pude hacer una transformación positiva con esa parte de mi historia: sin habérmelo propuesto, empecé a trabajar escuchando a mis pacientes y a los integrantes de los grupos de reflexión para varones gay que coordino hace muchos años, brindándoles un espacio para que puedan historizar(se) a través de su discurso y sus recuerdos. 
Empezar a conectarme con mis gustos, ir descubriéndome como gran oyente de música, por ejemplo, me ayudó en el camino. Y no solo me iban deslumbrando ciertas voces o melodías, sino que transcribía letras de canciones del rock nacional en un cuaderno, de artistas que hoy todavía admiro, como Charly García, Celeste Carballo, Fito Páez. En esa época además estudiaba Dibujo y Pintura y quizá la sublimación a través del arte también hizo que expresara cosas que no podía decir con palabras. Por otro lado, la gimnasia me gustó siempre. También empecé a estudiar inglés y con los años leí autores increíbles como Patricia Highsmith, Susan Sontag, Hermann Hesse. Al mismo tiempo, iba investigando mi orientación sexual y mi identidad con lo que obtenía de información en revistas con artículos o entrevistas a referentes o miraba películas de temática gay. Después vinieron los recitales, los primeros boliches en donde me di cuenta que no era el único “bicho raro”, que tenía pares, gente a la que le pasaba lo mismo que a mí o sentía lo mismo que yo. 
En 1993 me surgieron sentimientos que no había experimentado antes: entusiasmo por ir a cursar y la libertad de no estar presionado por tener que disimular algo. Y el plus de haber elegido yo la carrera que iba a seguir. No por casualidad en el Ciclo Básico Común (CBC) de Psicología pude tener mi primer gran amigo varón. Empecé a disfrutar de ir a leer al buffet de Ciudad Universitaria mientras tomaba un café y observaba el río a través de esos ventanales enormes. 
No tenía idea de que me iba a dedicar a las diversidades sexuales. Se fue dando -o lo fui buscando- paulatinamente. Me acuerdo que en cuarto año de aquel secundario tuve la materia Psicología y me encantó, así que de todo lugar negativo u oscuro, uno puede llevarse algo bueno. 
Luego de más de quince años de haberme recibido, creo que es difícil atender a una persona gay, lesbiana, bisexual o trans si uno no ha sufrido esa u otra discriminación en carne propia. Para abordar las diversidades sexuales hay que saber de los subtemas que conforman ese universo y, lamentablemente en el campo del psicoanálisis, aún falta apertura y actualización. 
Hoy estoy preparado para contar cuestiones de mi vida que nunca hice públicas, y lo hago porque tal vez mis palabras ayuden a alguien. Desde mi sinceridad y empatía con el otro y lejos de la victimización o de pararme en un lugar de ejemplo, no quiero ser ejemplo de nada ni quejarme de lo que viví, aunque tal vez aporte mi granito de arena para que idealmente nadie más padezca lo que a mí me hirió tanto. En ese sentido sí quiero dejarles un mensaje a los adultos que ocupan cargos de mucha responsabilidad, a los docentes, a los profesionales de la salud, a los padres: les pido que no tengan una mirada indolente, insensible frente al sufrimiento de niños, niñas y adolescentes en general y, sobre todo, al de los LGBT; es de suma importancia que estén atentos porque cuando te lastiman te vas cerrando gradualmente, aislando y, cuanto menos un pibe hable y socialice, más problemas tendrá en su vida ya que su autoestima irá decayendo. 
En general un chico que no se percibe o no se va perfilando como heterosexual cree que no tiene un lugar porque está más en soledad y en silencio que otra persona de cualquier otra “minoría” discriminada, se va metiendo en el placard porque advierte que no puede compartir con su familia lo que siente y cómo está siendo violentado, agredido, y eso no sucede con, por ejemplo, niños o adolescentes judíos, afrodescendientes, de países limítrofes porque comparten la misma característica que sus padres, quienes pueden ayudarlos porque los entienden, contienen y defienden. Por tales motivos, la tasa de suicidios de adolescentes y jóvenes LGBT es mayor comparada con la de adolescentes y jóvenes heterosexuales. 
En la actualidad todos los adultos somos responsables. No puede justificarse más la discriminación o la complicidad en agresiones por ignorancia. En 2016 tenemos mucha información, leyes que protegen, despatologización y si alguien no sabe también es responsable por no informarse. Que la falta de datos e ideas no camufle la maldad y la impunidad de herir al otro, cosas feas que lastimosamente todavía habitan en nosotros, los humanos.   

Pasaron dos años de la publicación de Alejandro. ¿Qué tiene para contar ahora? (octubre de 2018)
Sucedieron muchas cosas desde el momento en que salió esta nota. Una de ellas fue la gran repercusión que tuvo, ya que se comunicaron conmigo de varios medios y estudiantes de carreras universitarias para entrevistarme y, por otro lado y de manera individual, me escribieron muchas personas para felicitarme y contarme lo identificadas que se sintieron al leer mi texto. 
Al releer lo que expuse, noto que no profundicé en lo que dice el encabezado: las marcas que considero dejó el bullying en mí. Recién empecé a bucear por estas cuestiones con mi actual analista, desde hace dos años, es decir, a mis 42 años. Me costó mucho tiempo procesar lo que viví, no lo podía verbalizar, el sólo recordar ciertas escenas me seguía produciendo dolor, me hizo mal pero por otro lado fue revelador y aliviador levantar ciertos recuerdos reprimidos. Hubo varios momentos difíciles básicamente relacionados al aislamiento y a lo que decían de mí. 
Una de las marcas se relaciona con que por mucho tiempo fui muy susceptible respecto de la mirada del otro. Ante la presencia de alguien al cual yo consideraba amenazante (por años así me resultaban los varones heterosexuales que exacerbaban su machismo) se activaba una alerta en mi piel, como una alarma que me ponía más sensible y temeroso aún de lo que era. Tenía miedo de que notaran mi costado femenino. Eso se generalizaba a otras personas en cuanto a lo que pensarían de mí en general y particularmente de mi sexualidad. Más de una vez le pregunté a un/a amigo/a: “¿Fulanito te dijo algo de mí?” (como esperando que ese “algo” fuera negativo). Y, en general, fui buscando la aprobación del otro en lo que yo decía, en lo que hacía... Incluso ya de recibido y habiendo empezado a escribir en mi blog. ¿Estará bien lo que escribo? ¿Se entenderá? ¿Me enjuiciarán por esto?, eran mis interrogantes repetitivos, cuestiones que no me permitían disfrutar de las cosas bellas que tenemos en la vida. Quizá inconscientemente sentía que por ser gay arrastraba la condena de portar carencias bien notorias, y eso me llevaba a estar más pendiente de la aceptación de los demás.
Otra marca que me quedó es que de forma automática seguí tachando cada día que transcurría en mi agenda. Y de eso caí en la cuenta hace relativamente poco. Me gustó hacerlo consciente, comprender de dónde venía y cuestionarlo. Me pregunté: ¿Por qué continuás haciendo eso, si vos amás vivir? Fue agradable hacer una diferencia entre lo que me fue funcional en ese pasado, cuando quería que se terminara el año lectivo, y este presente en el que soy un apasionado de la vida, cuestión que me entusiasma y alegra. 
Algo que rememoré y quisiera agregar para sentirme aún más honesto y justo conmigo y con los demás, es que también he sido testigo de otros casos de bullying y no estoy contento, conforme ni mucho menos orgulloso de mi accionar allí ya que, de alguna manera, participé como espectador. Recuerdo que en séptimo grado entró un compañero nuevo, más “afeminado” que yo. Las miradas, cargadas y comentarios negativos hacia mí aflojaron un poco y se instalaron en él. De ser elegido último, por ejemplo para los juegos de equipo en Educación Física, pasé a ser el anteúltimo y a eso lo vivía con cierta paz puesto que, aunque sea por uno, no era el último orejón del tarro, lo que hacía que yo me ilusionara con poder pertenecer.  
Hoy, desde el profesional de la salud mental que soy, quiero decir que hay que hacer cosas para evitar el bullying. Básicamente, la prevención y eso implica hablar, poner toda la palabra que se pueda, porque si no se simboliza la situación, se la actúa, se continúa poniendo en acto la violencia psicológica y/o física. Sería bueno que las víctimas puedan sentir que serán contenidas; que haya más y mejor comunicación entre los establecimientos escolares, los alumnos y sus familias; que haya un referente especializado en el tema y a quien acudir en las escuelas y en los colegios; incorporar un sistema antibullying para mejorar la convivencia entre los alumnos (y docentes) y así su educación. Además, es de vital importancia que se respete y cumpla en todo colegio la Ley de Educación Sexual Integral (ESI), para comprender que la diversidad es bien amplia y así no sólo tener que abordar a una persona desde su biología, la cual cómodamente se abrocha a un cerrado e irreal sistema binario. 
Quizá aquello penoso que viví hizo que desde que empecé a especializarme en diversidad y género tenga un compromiso y una responsabilidad extras dentro de mi profesión, como por ejemplo saber exactamente el sufrimiento (llámese estrés, angustia, ansiedad) que se siente cuando uno está dentro de un placard, cuando -ya de adulto-no puede hablar de su sexualidad en el trabajo, cuando no puede vivir un amor plena y libremente, etc., y allí estoy ofreciendo un espacio donde ese sujeto pueda empezar a decir y levantar ciertos recuerdos que cayeron en la represión, para que pueda poner palabra y sentimientos a lo que se vivió en silencio y en solitario, resignificándolo positivamente, para finalmente fortalecerse y transformarse curando las heridas. 

#LESRARES: "PEDÍA QUE ME GOLPEARAN SI ME VEÍAN AFEMINADO"

Primer relato en primera persona del libro "#LESRARES Relatos de Diversidad Sexual", de Verónica Dema y Alejandro Viedma, editado por Milena Caserola en octubre de 2018. 

Publicado el 06/02/12 en el Blog Boquitas Pintadas
La historia que nos envía Juane combina varios puntos álgidos que dan cuenta de una violencia generalizada de los demás contra una persona gay. Mezcla de bullying con incomprensión de lo más diversa al salir del clóset. 

Juane cuenta que nació en un pequeño pueblo y padeció acoso escolar (bullying) por su orientación sexual. Dice que escribe su historia -“que ya no es mía sino de millones”, aclara- para “brindar lo que unx ha vivido, para que ello sirva de ejemplo y no ocurra más”. Es un acto solidario el suyo, de puro amor, pese a las desventuras que lo cruzaron desde pequeño. 

El título delata una de las formas de violencia a las que se sometió por su condición sexual: como sus compañeros lo acusaban de tener “modos anormales”, voz “amanerada”, de gesticular mucho, de caminar raro, él les pidió a sus amigas confidentes que le pegaran cuando lo vieran “afeminado”. Pretendía aprender a ser distinto a los golpes. 


La crueldad de la vida 

por Juane 


El comienzo de todo quizás sea alrededor de los siete u ocho años, un día incierto de otoño. Me recuerdo con mi pequeño uniforme puesto, en la encrucijada de entender qué era esa palabra que tanto me decían mis compañeros y algunas compañeras, “puto”. ¿Qué era puto? Yo no lo sabía, sabía que estaba mal, lo cuestioné a mis autoridades, mi madre, mi padre, los mayores de mi familia. Me dijeron: puto es aquel al que le gustan los hombres; que yo no lo era, me dijeron, porque a mí me gustaban las chicas. Así lo creí, eran mis padres quienes lo habían dicho y no podían equivocarse, mas la duda era incesante y el acoso tan constante que no podía creerlo. “Puto” tenía que ser algo más. 

Todavía me pregunto: ¿Por qué? ¿Por qué mis docentes simplemente lo dejaban pasar? (como si eso no se hubiera dicho jamás, ni siquiera cuando era frente a ellas/os). No sabía cuál era su razón para obviar ese tema. Las recuerdo bien: simplemente me miraban, se daban la vuelta y a lo sumo callaban a mis compañeros. Esa indiferencia fue la primera vez que me enfrentó al dolor del silencio. En algún lugar de mí pensé que era cuestión de tiempo, que ignorarlos los calmaría, pero me equivoqué, con los años la burla era insoportable, hasta había comenzado a volverse violencia física contra mí. 

No podré olvidar nunca los empujones, incluso el día en el que en medio del recreo tuvieron la gentileza de trabar la cadena de mi bicicleta, pinchar sus ruedas y asegurarse mi ridículo pues sabían que al subir caería al suelo, y así con los autos frenando frente a mí, estupefacto sin saber cuál era la razón de la avería de mi bicicleta terminé por notar, al levantarme, que las ruedas tenían chinches y la cadena estaba trabada con un extraño gancho de dos puntas. 

Luego de ese hecho, luego de que ninguna autoridad hiciera nada para averiguar quiénes habían sido ni cuál era su móvil (hoy me atrevo a creer que lo sabían: el motivo era claro, el odio al diferente, el odio al puto, al homosexual, la discriminación por mi orientación sexual), mi madre me permitió huir: tenía 12 años o algo así cuando pude escapar de allí. Aún recuerdo el hálito del fin de una guerra, la tempestad de esa violencia se terminaba. No lo entendía aún, este no era el fin: era tan sólo el inocente principio. 

Durante un tiempo en el nuevo colegio soñaba con dificultades más simples, tenía mi delantal y mis libros nuevos, ahora empezaba a creer que era mi posibilidad de hacer amigas/os. Pensaba todo el tiempo en que la tortura anterior no me perseguía: hacía lo posible para que no se repitiera, aún estaba muy sensible la herida abierta por tanto abuso desmedido e hice todo lo que estaba a mi alcance pero no pude evitar el insulto. 

La palabra “puto” volvió a mi vida, de la mano de un compañero que, como gripe, se lo transmitió al resto, que aceptó con beneplácito la noticia de tener alguien a quien hostigar. Lo recuerdo en sus ojos, el placer de perseguir a alguien. Sus risas me retrotrajeron a los recuerdos de las risas en mi antiguo lugar. Por ese entonces yo no era más fuerte, pero sí tuve otra suerte: aquí no era generalizado, aquí tenía al menos a dos personas que, sin saber ninguno muy bien por qué, terminamos siendo confidentes. 

Un día, se cansaron de escucharme preguntar por qué me dicen puto. Entonces, arrojaron las respuestas de siempre: “tenés modos anormales”, de “hablar con tus manos”, “es tu voz”, “es que caminás raro”. Opté por la desesperada y última maniobra que se me ocurrió: les pedí a mis amigas y confidentes: “Péguenme, péguenme cuando vean eso porque yo no me doy cuenta y ya no quiero que me jodan más con algo que no soy”. Mis amigas, hermosas pre-adolescentes, no tuvieron problema, lo vieron normal; ellas también querían librarme de esa carga de insultos, empujones y amenazas de cualquier tipo hacia mí. 

En ese instante no lo sabía, pero ese día puse sobre mí una nueva violencia, las manos de mis amigas, perdí de nuevo un poco más mi humanidad, todo eso en pos de entrar en ese esquema de “chico” que necesitaba. No soportaba las bur- las y las persecuciones, las risas por los pasillos de gente señalando hacia mí. Pensaba que algo en mí estaba tan enfermo que necesitaba ser extirpado, devorado, abolido a golpes, no sabía entonces que ese extraño fragmento era mi autenticidad, mi puro yo.

En el transcurso de esa renuncia a ser yo mismx, para frenar la suma de los golpes de este colectivo enorme de seres, en primera línea mis compañeros, en segunda mis compañeras golpeándome casi con un ritmo continuo, era mi persona la que se iba hundiendo. Otra vez el fantasma de la huida, otra vez la sensación de no tener salida, otra vez la contradicción de no ser uno mismo. Por primera vez el acercamiento de una compañera muy fiel en esta nueva etapa de mi vida, la brillante idea de la finalización de las huidas, la idea del suicidio que acosaba mi vida tan fuerte como el amor que no llegaba y que podría probar la “hombría” que aún a golpes no surgía. 

Entonces emergió de entre todas las posibilidades un imprevisto, mi familia se mudaba de ciudad, de provincia, nos íbamos lejos, “otra oportunidad para que esto no me pase más”, pensé al instante de saber la noticia de nuestra pronta mudanza. Íbamos al pueblo de mis abuelos, al que no recordaba, el pueblo de mis vacaciones de la infancia, ya no tendría legisladoras que muelan mis brazos a sutiles mas incesantes golpes, ya no tendría a mi alrededor a una división entera riéndose de mis formas, ni de mi voz, ni de mí, volvía a ser persona, al menos todas esas esperanzas mezcladas volcaba sobre ese viaje, era realmente esperanzador comenzarlo todo de nuevo. 

Al llegar a la nueva ciudad, me repetía constantemente, “de tanta burla algo he aprendido”, “es momento que haga un esfuerzo más grande, tengo que ocultar todo lo que de mí moleste”, “tengo que ser fuerte”, “no puede ser tan complejo”, “tengo que tener novia”, “ya sobreviví a lo peor, ahora todo estará bien”. 

Durante el primer año la corrección funcionó, no escuchaba insultos, estaba feliz con mi primer amigo varón, sin embargo algo acontecía en mí, pues en soledad, cuando ya estaba solx conmigo en mi cuarto, la tristeza era profunda, el dolor era intenso. Cuando no estaba rodeadx, cuando se acababa el “fingir” que tan bien me salía, nuevamente el morir como necesidad de escapar de esta vida ficticia y vacía hacía su sangrienta entrada. 

En ese transcurso mi dolor era mío, no le pertenecía a nadie más, no podía controlarlo pero al menos sí ocultarlo, quizás fue por ello que en el verano del siguiente año, cuando ya hacía más de un mes de mi soledad, en mi cuarto, de alguna manera comencé a escribir mi más definitiva huida, sin saberlo escribí en realidad mi primera novela. Su centro era el amor de dos chicxs diferentes, en ese momento se despertó en mí una sensación indeclinable, liberadora y pacificadora, yo era diferente. 

Cuando volví ese año al colegio, retorné con un espíritu aún quebrado, sofocado por la angustia. Esta vez no era de ocultar lo que no era, esta vez era de encerrar lo que era entre mi cabeza y mis deseos, entre mis hormonas y mis erecciones, así pensaba que la parodia de mí mismx que había construido podría mantenerme con vida, ya sabía del dolor de ser atacadx, no quería darles el placer de confirmarles sus sospechas, mi pecado, mi enfermo deseo que tan puro me había parecido al principio se quedaba conmigo. 

Así pues, en esta contradicción pasaron seis meses de un intenso ocultamiento y, a su vez, de una intensa liberación porque al fin el deseo surgía, por fin tenía ganas de besar a alguien, mas sabía algo muy simple: estaba solx, no podía hacerlo público, de eso dependía mi vida que, aún siendo reducida a una mentira que rápidamente me llevaba siempre al mismo pensamiento suicida, era mía y nadie iba a quitármela sino yo mismx. 

Cabe decir que en esos meses me enamoré de la persona equivocada, a quien se lo comuniqué. No sólo fracasé ese día sin saber muy bien por qué había salido del clóset. Sabía que, como éramos compañerxs de escuela, al siguiente día la es- cuela entera lo sabría. Me cuestionaba mis razones: ¿por qué había sido tan imbécil de contárselo?, ¿por qué no me guardé este corazón enfermo que tengo?”, me decía sin cesar. Entonces sobrevino la peor de las partes de esta historia, los primeros años de mi vida “fuera del clóset”. 

Cuando volví al colegio, allí empezó el primer calvario, en un instante los insultos y las burlas se mezclaban con los “yo te acepto”, “sos diferente pero sos buena persona”, violentos y asquerosos decires que no tenían otro fin que ganarse mi confianza para que escupiera mi historia sexual, para así llevarla de bandera para reírse frente a mí de mis prácticas “perversas”. De todas esas anécdotas quizás una sea la más importante, al menos para mí, y por eso quiero dárselas, no quiero volver sobre la descripción de lo que se fue repitiendo (pues todo volvió a suceder, sólo que esta vez ya no atacaban a mi persona ni ignoraban una “broma de chicos”, esta vez atacaban la dignidad de mi identidad). Por ello quiero contarles lo que hizo de nuevo la discriminación en mis últimos años de mi escuela secundaria. 

Todavía lo recuerdo, fue justo en esa época que ocurrió lo que sin duda fue el más duro de los golpes, más duro que los encierros, los llantos, o la esperanzadora idea de que pronto me daría muerte a mí mismo. Era un día como cualquier otro, hacía unos meses que había “salido”, justo en un recreo, ese día entré como sin decir nada, nunca había tenido amigxs, mucho menos amigos varones (el único que tuve al salir del clóset, como la gran mayoría, se esfumó), estaban mis compañeros de clase conversando, no pretendía incluirme en su conversación, sólo quería utilizar el sanitario y salir de ese lugar. Algo podía pasar, lo presentía, entonces entré, el baño no tenía puertas, pensaba que no lo habían notado, aún confiaba en que era invisible, mas no fue así; ellos mismos se pusieron en ronda a mi alrededor, mirándome cuales niños a punto de hacer una linda travesura. De inmediato, una vez encerrado, comenzaron a girar, saltando al cántico de “el puto puchero se confundió de baño”, “al puto lo sacamos nosotros de acá” y, así fue, a los empujones me sacaron de allí. No rompí en llanto, pensé: ‘Está bien, yo no soy como ellos’. Ese día me contuve, sí, contuve todo fluido que tuviera en mi cuerpo. Pasaron los meses, yo seguía sin ir al baño, sin animarme, negándole a mi cuerpo la posibilidad de todo movimiento ajeno al de mis pies. 

Sin embargo, las horas eran muchas, por ello un día decidí volver a intentarlo; esta vez fue peor, estaba todo mi curso gritándolo por toda la escuela. Por suerte no había más que autoridades. Me propuse que no pasaría de nuevo: decidí no ir más al baño. Tres años lectivos pasaron pero no volví a ir, tenía clases desde las 6:55 a las 13:30, dependía de hacerlo a escondidas, de que algún profesor me lo permitiera en las horas de clase, estaba fuera del estatuto, por ello en general no lo hacían, mas nunca volví a enfrentarme a ellos.
Mas no quiero dejarlo solo allí, esa serie de hechos desafortunados produjeron algo mucho peor, mis monstruos de la infancia devenidos en seres humanos parecían todas las personas que me rodeaban en ese aula, en esa institución educativa, deseos extraños e irracionales me invadían. Ante tanto golpe vinie- ron mis propios golpes físicos, cada tanto era una hebilla de cinto sobre mi espalda o un filo sobre mis piernas, mi propio dolor oculto debajo de mi ropa para mantener a raya el deseo de morir, el propio vacío de alguien que no quiere dejar de vomitar porque en su vida lo único que entra es desperdicio, el desvalor de seguir con vida, una vida que sólo te sirvió para saber que nunca serás feliz... 

Es así como concluye mi testimonio, entre el recuerdo de unas autoridades que hicieron oídos sordos, docentes aún más hipócritas, la violencia cotidiana puesta sobre todos mis fluidos, mi vida privada, mi sexualidad y el recuerdo roto de haber tenido una adolescencia que no fue, una vida sin amigos y una existencia solitaria sólo acompañada por la sombra de quien quiere morir. Por esto les repito hasta el cansancio: que esto no sirva como manifiesto desesperanzador, que sirva para concientizar, para anclar mentes en la importancia de la diver- sidad y la educación sexual integral (ESI). Yo sobreviví, tuve la suerte de poder salir, de superar el mandato que prohíbe la propia felicidad simplemente por una manera que tenemos de vivir. Pero me gustaría que nadie más tenga que volver a “sobrevivir”. Para quienes estén pensando en cómo poder ayudarlos, denles nombre, no lxs dejen en silencio, luchemos juntxs por una Argentina más justa para todxs. 

*** 
La vida de Juane terminó muy pronto, a los 29 años, como consecuencia de un suicidio. 
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