Por: estudiante de Ciencia Política Facundo García/ Lic. en Antropología Marcelo Zelarallán/ Lic. en Psicología Alejandro Viedma.
DD.HH.
Se nos hace imperioso detenernos a reflexionar sobre la expresión "derechos humanos", abarcadora de términos que suelen manejarse con un alto nivel de ambigüedad. De hecho, tanto la locución que nos concierne, como los conceptos de "Estado", "libertad", "ser", "ente" o "pueblo", entre muchos otros, suelen ser interpretados de los más diversos modos, desde un entendimiento en un sentido más bien vago, amplio, hasta interpretaciones mucho más precisas, restringidas a algún asunto específico.
Es innegable, de todas maneras, que esta polisémica expresión posee en sí una fuerte connotación emotiva, lo cual no implica, no obstante, que la búsqueda del conocimiento de sus alcances -más allá de las emociones espontáneas experimentadas ante su mera mención- esté destinada al fracaso, puesto que toda búsqueda, aún cuando no culmine en la cognición completa del objeto de conocimiento, suele servir como aproximación al mismo.
El concepto derechos humanos implica una forma de entender la sociedad en la que actuamos, de allí su complejidad; conlleva un aspecto social y uno personal junto a una idea de dignidad a la cual aspiramos en términos de las personas y en términos de una sociedad más justa para todos y todas.
Para que los derechos contribuyan a una mayor autonomía personal y a una vida social más plena es necesario, más allá de su enunciación formal, que las personas tengan acceso real a mejores condiciones materiales y simbólicas, incluyendo el campo de la salud, el sexual, el económico, el social, el cultural, entre otros.
ALGUNAS CARACTERÍSTICAS DE LOS DD.HH.
Una de las características más destacadas de los derechos es su carácter universal, esto es, abarcan a toda la población, pero es importante hacer una aclaración, puesto que la caracterización de los derechos ha sido modificada sobre todo con la aparición de las políticas de corte neoliberal y se les ha quitado un componente central: su condición histórica.
Para el pensamiento liberal los derechos humanos “de ser prerrogativas históricas, construidas por las sociedades que responden a necesidades concretas de justicia de las agrupaciones humanas, pasan a ser esquemas previos, supuestamente basados en principios ahistóricos, categóricos absolutos” (Díaz Polanco, 2005). Para esta corriente, que se instaló fuertemente en nuestra región, la universalidad de los derechos deriva de una postulación previa y tanto el contenido como la formulación de los mismos estarán determinados por las ideas de justicia, libertad, etc. Tal como dice Díaz Polanco, se hace pasar como universal los valores que favorecen al status quo propios del liberalismo predominante. De esta manera, se jerarquizan los derechos, se marca el camino único para alcanzar su vigencia, y cualquier otra alternativa es censurada como violatoria de los principios universales.
Por ello, sostenemos que esta es una visión sesgada de los derechos, ya que no toma en cuenta el carácter histórico de los mismos, esto es, “los derechos humanos deben concebirse como históricos, situados, emanando de concepciones del bien que son obra de los hombres y sobre las que se van construyendo acuerdos. En ese sentido, los derechos son universalizables: se forman mediante el diálogo, la discusión y el acuerdo entre las comunidades humanas” (Díaz Polanco).
No existen esquemas previos donde se diga “estos son los derechos de una vez y para siempre” y tampoco cómo deben ejercerse. Este carácter histórico se pone de manifiesto toda vez que los mismos se han ido modificando desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada el 10 de diciembre de 1948, que representó una respuesta a las atrocidades cometidas durante la II Guerra Mundial y a la lucha de los pueblos tercermundistas contra el colonialismo, bregando por el reconocimiento de libertades e igualdades que aún hoy son cuestionadas en varias partes del mundo, ampliándose según la dinámica propia de las sociedades. No debemos perder de vista estas consideraciones cuando hablamos de derechos y de ciudadanía en tanto estatuto que nos legitima para el acceso de mejores bienes y servicios tanto simbólicos como materiales.
Siguiendo con esta línea, concebimos a la ciudadanía social tal como lo hace Silvia Levín (2000) como “un vínculo de integración social que se construye a partir del acceso a los derechos sociales siempre cambiantes en una comunidad”. Esta definición procura tener en cuenta la ciudadanía como “marco de contención social y desarrollo de las potencialidades humanas (…), el reconocimiento de derechos, como relación social, del ejercicio efectivo de ese derecho en los ámbitos necesarios para experimentarlos y por último, la ciudadanía como categoría histórica que evoluciona en el mundo de la vida cotidiana y que con el transcurso del tiempo va asumiendo distintos contenidos”.
La forma que adopta la ciudadanía tiene que ver entonces no sólo con el perfil del Estado, sino también con la capacidad de los/as excluidos/as y el reconocimiento por parte del Estado de sus demandas sociales.
Recordemos que dentro de esquema neoliberal la cuestión de la ciudadanía queda reducida al tema de la libertad individual: son las capacidades individuales, la auto conservación, las que compiten “libremente” en el mercado y aquellos grupos o sectores que no pueden acceder a ese ejercicio ciudadano quedan estigmatizados (como las personas trans) y se crean insuficientes políticas sociales de asistencia específicas.
DD.HH. Y LGBT
Respecto de las personas lesbianas, gays, bisexuales y trans (LGBT), nos urge precisar la importancia de asumir una perspectiva basada en los derechos humanos, como herramienta válida para superar las desigualdades en el “orden” sexual y en los demás planos en los que se desarrolla cada individuo.
Nuestra intención es ir más allá de la normatividad sexual que manda cómo, dónde y con quién relacionarnos, para recuperar la instancia placentera de la sexualidad, a partir del particular despliegue afectivo-sexual mediante el cual cada sujeto logra identificarse sin imposiciones limitantes.
Paralelamente, toda práctica sexual, al no ser una práctica “natural” se encuentra atravesada por, entre otras cosas, preconceptos que edifican estereotipos, los cuales deben ser derrumbados para llevar adelante una vida social más equitativa y menos violenta.
En este sentido, también debemos apuntar contra los efectos devastadores que ha provocado el establecimiento de una hegemonía, noción que hace referencia al carácter relacional de los fenómenos sociales.
El desarrollo económico y el subdesarrollo no son simples etapas que tienen que atravesar todos los países, no existe un continuo único a lo largo del cual se pueden ubicar las distintas naciones; lo que existe, en realidad, es una constante relación entre el desarrollo y el subdesarrollo, donde el desarrollo de unos países implica el subdesarrollo específico y deliberado de otras naciones.
Lo mismo sucede con las construcciones históricas de los significados de la femeneidad y la masculinidad. Los ideales hegemónicos del género se construyen contra “otros” modos de vivir lo masculino y lo femenino que son intencionalmente desvalorizados.
Lo hegemónico y lo subalterno están en interacción permanente pero de manera desigual, es decir, lo hegemónico buscará conservar y potenciar sus formas de dominación, mientras que desde lo subalterno se intentará obtener mejores condiciones de vida disputando el orden hegemónicamente establecido.
Si pensamos, por ejemplo, en la relación del patriarcado con grupos de hombres y masculinidades diversas, es porque queremos hacer notar que no es lo mismo ser un varón blanco, que ser negro, indio, viejo o ser gay, y al pluralizar el término masculinidad, reconocemos que dicho concepto adquiere significados diferentes para distintos grupos de hombres en distintos momentos históricos.
Esta es la situación que denuncian las minorías sexuales hace décadas: que el patriarcado y el heterosexismo hegemónicos dejen de detentar ese poder violento, abusador y jerárquico –que hace oídos sordos a los derechos humanos- en detrimento de todo lo “diferente” que disiente con su accionar “moralista”.
Para terminar, retomamos a Díaz Polanco cuando afirma que “lo que se requiere es de una política progresista de la identidad que garantice la articulación de los cambios estructurales para alcanzar la igualdad y la justicia, por un lado, con los cambios socioculturales para establecer el reconocimiento de las diferencias y desterrar las desigualdades que minoran y faltan el respeto a los grupos identitarios, por otra parte” (op cit).