Primer relato en primera persona del libro "#LESRARES Relatos de Diversidad Sexual", de Verónica Dema y Alejandro Viedma, editado por Milena Caserola en octubre de 2018.
Publicado el 06/02/12 en el Blog Boquitas Pintadas
La historia que nos envía Juane combina varios puntos álgidos que dan cuenta de una violencia generalizada de los demás contra una persona gay. Mezcla de bullying con incomprensión de lo más diversa al salir del clóset.
Juane cuenta que nació en un pequeño pueblo y padeció acoso escolar (bullying) por su orientación sexual. Dice que escribe su historia -“que ya no es mía sino de millones”, aclara- para “brindar lo que unx ha vivido, para que ello sirva de ejemplo y no ocurra más”. Es un acto solidario el suyo, de puro amor, pese a las desventuras que lo cruzaron desde pequeño.
El título delata una de las formas de violencia a las que se sometió por su condición sexual: como sus compañeros lo acusaban de tener “modos anormales”, voz “amanerada”, de gesticular mucho, de caminar raro, él les pidió a sus amigas confidentes que le pegaran cuando lo vieran “afeminado”. Pretendía aprender a ser distinto a los golpes.
La crueldad de la vida
por Juane
El comienzo de todo quizás sea alrededor de los siete u ocho años, un día incierto de otoño. Me recuerdo con mi pequeño uniforme puesto, en la encrucijada de entender qué era esa palabra que tanto me decían mis compañeros y algunas compañeras, “puto”. ¿Qué era puto? Yo no lo sabía, sabía que estaba mal, lo cuestioné a mis autoridades, mi madre, mi padre, los mayores de mi familia. Me dijeron: puto es aquel al que le gustan los hombres; que yo no lo era, me dijeron, porque a mí me gustaban las chicas. Así lo creí, eran mis padres quienes lo habían dicho y no podían equivocarse, mas la duda era incesante y el acoso tan constante que no podía creerlo. “Puto” tenía que ser algo más.
Todavía me pregunto: ¿Por qué? ¿Por qué mis docentes simplemente lo dejaban pasar? (como si eso no se hubiera dicho jamás, ni siquiera cuando era frente a ellas/os). No sabía cuál era su razón para obviar ese tema. Las recuerdo bien: simplemente me miraban, se daban la vuelta y a lo sumo callaban a mis compañeros. Esa indiferencia fue la primera vez que me enfrentó al dolor del silencio. En algún lugar de mí pensé que era cuestión de tiempo, que ignorarlos los calmaría, pero me equivoqué, con los años la burla era insoportable, hasta había comenzado a volverse violencia física contra mí.
No podré olvidar nunca los empujones, incluso el día en el que en medio del recreo tuvieron la gentileza de trabar la cadena de mi bicicleta, pinchar sus ruedas y asegurarse mi ridículo pues sabían que al subir caería al suelo, y así con los autos frenando frente a mí, estupefacto sin saber cuál era la razón de la avería de mi bicicleta terminé por notar, al levantarme, que las ruedas tenían chinches y la cadena estaba trabada con un extraño gancho de dos puntas.
Luego de ese hecho, luego de que ninguna autoridad hiciera nada para averiguar quiénes habían sido ni cuál era su móvil (hoy me atrevo a creer que lo sabían: el motivo era claro, el odio al diferente, el odio al puto, al homosexual, la discriminación por mi orientación sexual), mi madre me permitió huir: tenía 12 años o algo así cuando pude escapar de allí. Aún recuerdo el hálito del fin de una guerra, la tempestad de esa violencia se terminaba. No lo entendía aún, este no era el fin: era tan sólo el inocente principio.
Durante un tiempo en el nuevo colegio soñaba con dificultades más simples, tenía mi delantal y mis libros nuevos, ahora empezaba a creer que era mi posibilidad de hacer amigas/os. Pensaba todo el tiempo en que la tortura anterior no me perseguía: hacía lo posible para que no se repitiera, aún estaba muy sensible la herida abierta por tanto abuso desmedido e hice todo lo que estaba a mi alcance pero no pude evitar el insulto.
La palabra “puto” volvió a mi vida, de la mano de un compañero que, como gripe, se lo transmitió al resto, que aceptó con beneplácito la noticia de tener alguien a quien hostigar. Lo recuerdo en sus ojos, el placer de perseguir a alguien. Sus risas me retrotrajeron a los recuerdos de las risas en mi antiguo lugar. Por ese entonces yo no era más fuerte, pero sí tuve otra suerte: aquí no era generalizado, aquí tenía al menos a dos personas que, sin saber ninguno muy bien por qué, terminamos siendo confidentes.
Un día, se cansaron de escucharme preguntar por qué me dicen puto. Entonces, arrojaron las respuestas de siempre: “tenés modos anormales”, de “hablar con tus manos”, “es tu voz”, “es que caminás raro”. Opté por la desesperada y última maniobra que se me ocurrió: les pedí a mis amigas y confidentes: “Péguenme, péguenme cuando vean eso porque yo no me doy cuenta y ya no quiero que me jodan más con algo que no soy”. Mis amigas, hermosas pre-adolescentes, no tuvieron problema, lo vieron normal; ellas también querían librarme de esa carga de insultos, empujones y amenazas de cualquier tipo hacia mí.
En ese instante no lo sabía, pero ese día puse sobre mí una nueva violencia, las manos de mis amigas, perdí de nuevo un poco más mi humanidad, todo eso en pos de entrar en ese esquema de “chico” que necesitaba. No soportaba las bur- las y las persecuciones, las risas por los pasillos de gente señalando hacia mí. Pensaba que algo en mí estaba tan enfermo que necesitaba ser extirpado, devorado, abolido a golpes, no sabía entonces que ese extraño fragmento era mi autenticidad, mi puro yo.
En el transcurso de esa renuncia a ser yo mismx, para frenar la suma de los golpes de este colectivo enorme de seres, en primera línea mis compañeros, en segunda mis compañeras golpeándome casi con un ritmo continuo, era mi persona la que se iba hundiendo. Otra vez el fantasma de la huida, otra vez la sensación de no tener salida, otra vez la contradicción de no ser uno mismo. Por primera vez el acercamiento de una compañera muy fiel en esta nueva etapa de mi vida, la brillante idea de la finalización de las huidas, la idea del suicidio que acosaba mi vida tan fuerte como el amor que no llegaba y que podría probar la “hombría” que aún a golpes no surgía.
Entonces emergió de entre todas las posibilidades un imprevisto, mi familia se mudaba de ciudad, de provincia, nos íbamos lejos, “otra oportunidad para que esto no me pase más”, pensé al instante de saber la noticia de nuestra pronta mudanza. Íbamos al pueblo de mis abuelos, al que no recordaba, el pueblo de mis vacaciones de la infancia, ya no tendría legisladoras que muelan mis brazos a sutiles mas incesantes golpes, ya no tendría a mi alrededor a una división entera riéndose de mis formas, ni de mi voz, ni de mí, volvía a ser persona, al menos todas esas esperanzas mezcladas volcaba sobre ese viaje, era realmente esperanzador comenzarlo todo de nuevo.
Al llegar a la nueva ciudad, me repetía constantemente, “de tanta burla algo he aprendido”, “es momento que haga un esfuerzo más grande, tengo que ocultar todo lo que de mí moleste”, “tengo que ser fuerte”, “no puede ser tan complejo”, “tengo que tener novia”, “ya sobreviví a lo peor, ahora todo estará bien”.
Durante el primer año la corrección funcionó, no escuchaba insultos, estaba feliz con mi primer amigo varón, sin embargo algo acontecía en mí, pues en soledad, cuando ya estaba solx conmigo en mi cuarto, la tristeza era profunda, el dolor era intenso. Cuando no estaba rodeadx, cuando se acababa el “fingir” que tan bien me salía, nuevamente el morir como necesidad de escapar de esta vida ficticia y vacía hacía su sangrienta entrada.
En ese transcurso mi dolor era mío, no le pertenecía a nadie más, no podía controlarlo pero al menos sí ocultarlo, quizás fue por ello que en el verano del siguiente año, cuando ya hacía más de un mes de mi soledad, en mi cuarto, de alguna manera comencé a escribir mi más definitiva huida, sin saberlo escribí en realidad mi primera novela. Su centro era el amor de dos chicxs diferentes, en ese momento se despertó en mí una sensación indeclinable, liberadora y pacificadora, yo era diferente.
Cuando volví ese año al colegio, retorné con un espíritu aún quebrado, sofocado por la angustia. Esta vez no era de ocultar lo que no era, esta vez era de encerrar lo que era entre mi cabeza y mis deseos, entre mis hormonas y mis erecciones, así pensaba que la parodia de mí mismx que había construido podría mantenerme con vida, ya sabía del dolor de ser atacadx, no quería darles el placer de confirmarles sus sospechas, mi pecado, mi enfermo deseo que tan puro me había parecido al principio se quedaba conmigo.
Así pues, en esta contradicción pasaron seis meses de un intenso ocultamiento y, a su vez, de una intensa liberación porque al fin el deseo surgía, por fin tenía ganas de besar a alguien, mas sabía algo muy simple: estaba solx, no podía hacerlo público, de eso dependía mi vida que, aún siendo reducida a una mentira que rápidamente me llevaba siempre al mismo pensamiento suicida, era mía y nadie iba a quitármela sino yo mismx.
Cabe decir que en esos meses me enamoré de la persona equivocada, a quien se lo comuniqué. No sólo fracasé ese día sin saber muy bien por qué había salido del clóset. Sabía que, como éramos compañerxs de escuela, al siguiente día la es- cuela entera lo sabría. Me cuestionaba mis razones: ¿por qué había sido tan imbécil de contárselo?, ¿por qué no me guardé este corazón enfermo que tengo?”, me decía sin cesar. Entonces sobrevino la peor de las partes de esta historia, los primeros años de mi vida “fuera del clóset”.
Cuando volví al colegio, allí empezó el primer calvario, en un instante los insultos y las burlas se mezclaban con los “yo te acepto”, “sos diferente pero sos buena persona”, violentos y asquerosos decires que no tenían otro fin que ganarse mi confianza para que escupiera mi historia sexual, para así llevarla de bandera para reírse frente a mí de mis prácticas “perversas”. De todas esas anécdotas quizás una sea la más importante, al menos para mí, y por eso quiero dárselas, no quiero volver sobre la descripción de lo que se fue repitiendo (pues todo volvió a suceder, sólo que esta vez ya no atacaban a mi persona ni ignoraban una “broma de chicos”, esta vez atacaban la dignidad de mi identidad). Por ello quiero contarles lo que hizo de nuevo la discriminación en mis últimos años de mi escuela secundaria.
Todavía lo recuerdo, fue justo en esa época que ocurrió lo que sin duda fue el más duro de los golpes, más duro que los encierros, los llantos, o la esperanzadora idea de que pronto me daría muerte a mí mismo. Era un día como cualquier otro, hacía unos meses que había “salido”, justo en un recreo, ese día entré como sin decir nada, nunca había tenido amigxs, mucho menos amigos varones (el único que tuve al salir del clóset, como la gran mayoría, se esfumó), estaban mis compañeros de clase conversando, no pretendía incluirme en su conversación, sólo quería utilizar el sanitario y salir de ese lugar. Algo podía pasar, lo presentía, entonces entré, el baño no tenía puertas, pensaba que no lo habían notado, aún confiaba en que era invisible, mas no fue así; ellos mismos se pusieron en ronda a mi alrededor, mirándome cuales niños a punto de hacer una linda travesura. De inmediato, una vez encerrado, comenzaron a girar, saltando al cántico de “el puto puchero se confundió de baño”, “al puto lo sacamos nosotros de acá” y, así fue, a los empujones me sacaron de allí. No rompí en llanto, pensé: ‘Está bien, yo no soy como ellos’. Ese día me contuve, sí, contuve todo fluido que tuviera en mi cuerpo. Pasaron los meses, yo seguía sin ir al baño, sin animarme, negándole a mi cuerpo la posibilidad de todo movimiento ajeno al de mis pies.
Sin embargo, las horas eran muchas, por ello un día decidí volver a intentarlo; esta vez fue peor, estaba todo mi curso gritándolo por toda la escuela. Por suerte no había más que autoridades. Me propuse que no pasaría de nuevo: decidí no ir más al baño. Tres años lectivos pasaron pero no volví a ir, tenía clases desde las 6:55 a las 13:30, dependía de hacerlo a escondidas, de que algún profesor me lo permitiera en las horas de clase, estaba fuera del estatuto, por ello en general no lo hacían, mas nunca volví a enfrentarme a ellos.
Mas no quiero dejarlo solo allí, esa serie de hechos desafortunados produjeron algo mucho peor, mis monstruos de la infancia devenidos en seres humanos parecían todas las personas que me rodeaban en ese aula, en esa institución educativa, deseos extraños e irracionales me invadían. Ante tanto golpe vinie- ron mis propios golpes físicos, cada tanto era una hebilla de cinto sobre mi espalda o un filo sobre mis piernas, mi propio dolor oculto debajo de mi ropa para mantener a raya el deseo de morir, el propio vacío de alguien que no quiere dejar de vomitar porque en su vida lo único que entra es desperdicio, el desvalor de seguir con vida, una vida que sólo te sirvió para saber que nunca serás feliz...
Es así como concluye mi testimonio, entre el recuerdo de unas autoridades que hicieron oídos sordos, docentes aún más hipócritas, la violencia cotidiana puesta sobre todos mis fluidos, mi vida privada, mi sexualidad y el recuerdo roto de haber tenido una adolescencia que no fue, una vida sin amigos y una existencia solitaria sólo acompañada por la sombra de quien quiere morir. Por esto les repito hasta el cansancio: que esto no sirva como manifiesto desesperanzador, que sirva para concientizar, para anclar mentes en la importancia de la diver- sidad y la educación sexual integral (ESI). Yo sobreviví, tuve la suerte de poder salir, de superar el mandato que prohíbe la propia felicidad simplemente por una manera que tenemos de vivir. Pero me gustaría que nadie más tenga que volver a “sobrevivir”. Para quienes estén pensando en cómo poder ayudarlos, denles nombre, no lxs dejen en silencio, luchemos juntxs por una Argentina más justa para todxs.
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La vida de Juane terminó muy pronto, a los 29 años, como consecuencia de un suicidio.
#LesRares