POR CRISTIAN ALARCÓN
La primera vez que Daniel estuvo con un hombre tenía 39 años. Su compañero de trabajo le habló tanto de sexo en ese recorrido por el conurbano que se hizo evidente que Daniel, un hombre casado y con dos hijos, le gustaba. Al roce de la pierna le siguió una escena más caliente en el auto. “Él dio los primeros pasitos; y yo arremetí mal. Arremetí tan mal que en plena arremetida atendí un llamado. Era mi mujer. Le dije que estaba ocupado y seguimos. Después me di cuenta: me había olvidado de apagar el celular”. Dos años más tarde, Daniel está divorciado, de novio con un joven de 24 y embarcado en una nueva vida, ya no como el heterosexual convencido que fue, sino como un gay que apenas empieza a vivir su nueva identidad. Entre el laissez faire de las nuevas generaciones y los tapados que juegan a una doble vida, hay hombres que se asumen como gays pasados los 30, después de mucho tiempo de relacionarse sólo con mujeres. Para dar la noticia suelen decirles a sus amigos: “Me hice gay”. ¿Son, siempre lo fueron o efectivamente se hacen? La arremetida de Daniel tuvo consecuencias inmediatas. Marcia había escuchado todo.
–“Hola, mi amor. No sé qué pasa, me está vibrando el auto”, intentó él aclarándose la voz.
–“¡Hijo de puta! ¡Yo sé qué te está vibrando a vos!”, le gritó ella y cortó.
Habían tenido un amor juvenil de paseos por la costa del río, en Quilmes. Alargaron el noviazgo para casarse con terreno propio y los primeros cuartos de una futura gran casa. “Para mí todo fue una batalla. Cuando era chiquito, me gustaban a veces los nenes y a veces las nenas. Claramente me definí por las nenas. Cuando debuté con una mujer, sentí que había ganado. Y luego el amor y el sexo con Marcia fueron hermosos, pero los viví también como una conquista que incluía el hogar, la esposa, los hijos; un varón y una mujer”. La vida le dio lo que pedía. El amor y la pasión se disiparon a medida que crecieron los chicos. “Lo viví con toda la felicidad que pude. Disfruté de esa familia que supimos construir juntos. De cada momento con mis hijos. Pacho tiene ahora 14. Samanta, 16. Fui un padre presente, cuidadoso, cariñoso. La casa queda en un lugar que estaba descampado, así que jugamos a todo lo que se puede jugar en un sitio así. Salíamos de exploración, acampábamos en el patio, mirábamos las estrellas, construíamos casitas, hasta filmamos una película que todavía guardamos. Durante unos ocho años mi deseo por los varones desapareció completamente. Lo guardé”.
El ocultamiento de su deseo es común en los varones que tardaron años en reconocerse gays. El coordinador de los grupos de reflexión de homosexuales de la ONG Puerta Abierta, el psicólogo Alejandro Viedma, sintetiza así el cambio de estos hombres y aclara que se trata de una generalización: “En la mayoría de los casos ha habido un stand by en su sexualidad, una etapa larga en la que se negaron todo, no tuvieron nada con nadie –dice–. Luego viene una transición, en la que reina la confusión, y por fin la necesidad de probar. Piensan: si no pruebo, no sé”. En ese punto suelen acercarse a los grupos o al psicoanálisis. Cuando sienten que ya no están en el menú binario, varón o mujer. Entonces, baja la estima. Hasta que comienzan a asumirse, conviven la angustia con el miedo de no ser “como el resto del mundo impone que sean”. Las escenas iniciales de la verdad sobre sí mismos suelen coincidir en su aspereza.
Como aquel día del estallido de Daniel. Tardó en bajar del coche. “Sólo quería entrar y salir con mi valija. Todo se había derrumbado. Pensaba que había perdido a mis hijos. Estaba destruido”. Abrió la puerta del comedor. Marcia lo esperaba de pie. Tenía los ojos hinchados y un trapo en la mano. Había pensado en cada uno de los insultos que podían minar su dignidad. “Tomá –le dijo y le tiró la rejilla en la cara–. Andá a limpiar el auto en el que llevás a tus hijos al colegio”. Él armó la valija “mientras ella decía todo lo degradante que un ser humano le puede decir a otro”. Antes de que la guardara en el baúl, ella salió a la puerta y le gritó: “¡Te amo!”. “Una vez más, no pude separarme”, cuenta Daniel.
SEXO CON UN HOMBRE
La primera vez que Ramiro estuvo con un hombre tenía 43 años. Ramiro tiene ahora 47 y un lejano parecido a Bruce Chatwin, el delicado escritor suizo, autor de En la Patagonia. El mismo pelo rubio y lacio que cae hacia los ojos celestes, las maneras gráciles de un inglés bien educado, las manos cuidadas. Siempre –dice– fue así. Nunca sintió que abonara “el mito del macho argentino”. Pero vivió hasta hace algunos años como un heterosexual consagrado al matrimonio monogámico y fiel. Fueron casi 18 años. Y de esa relación quedaron dos hijos que hoy tienen 15 y 17. Viven en el sur, con su madre. Los ve cada tres meses. Aún no les cuenta. Aunque sabe que algún día se lo preguntarán. Por eso –afirma– no da su nombre verdadero; por eso casi nunca dice que es gay.
No es fácil dar con varones gay mayores que quieran dar entrevistas y mucho menos tomarse fotos. En ese proceso complicado que empieza con la inquietud y termina con el llamado “coming out” (el “salir del ropero”, hacer pública la condición de gay) predomina durante cierto tiempo lo que Viedma llama “el tabú en acto”. Sólo hacer números y advertir que estos varones vivieron el despertar de su sexualidad durante la última dictadura. En éstas y en otras miles de historias se encuentra lo mismo: “no pongas mi nombre real” –soy gay pero no con todo mi ser–, “no pongas mi foto” –no se muestra lo que aún no se pudo contar a varios, sobre todo a familiares– y “no me animo a hacer la entrevista” –aparece la vergüenza, el qué dirán, el “no quiero hacerles daño a mis seres queridos con esta verdad”–. El tabú sigue funcionando.
“Tuve dos experiencias a los 20 años. Una de ellas frustrada porque el chico se negó. La otra, simplemente unos besos y la recuerdo como un fuego artificial, en el sentido del estallido de algo luminoso”, dice Ramiro. En cambio, novias nunca le faltaron. Fue un amante cortés. El cuerpo de las mujeres fue un refugio, cree. Si no, no comprende cómo pudo haberlas frecuentado tanto. A muchas, además de su ex esposa, las recuerda con cariño. Sobre todo a aquélla que le dio la certeza de su heterosexualidad. Era mucho mayor que él, un estudiante de Ingeniería del interior en la Capital. Debe haber tenido unos 40, aunque le dijo que 36. Con ella tuvo un sexo activo y cotidiano. “Ahora que soy totalmente consciente de que las mujeres no me atraen pienso que, claro, ¡cómo no íbamos a coger así si a esa edad yo estallaba en hormonas! ¡Podía coger sin parar!”. Para Ramiro, la radical diferencia entre un cuerpo femenino y uno masculino se expresa a la hora de sexo. “En el amor con uno y con otro género no cambia nada. El amor es igual. Pero se siente la diferencia en el cuerpo. Con un varón es otro el vigor, es una carga energética más marcada, una intensidad más contundente”, dice.
Esa diferencia es quizás la más difícil de explicar para los varones que se encuentran en la cama con otro varón después de mucho tiempo de sólo estar con mujeres. Las palabras intensidad, contundencia y vigor –dichas por Ramiro– se repiten en otros hombres. Aun con cierto pudor. Encontrar el lugar propio en esa aventura del cuerpo que es lanzarse al sexo con otro es la gran novedad a los treinta y pico, cuarenta y pico, para todos.
Daniel, el muchacho de Quilmes, lo explica apasionado por su definitivo descubrimiento: “Creo que teniendo sexo con un hombre encontrás el lugar para el que fuiste concebido. Esto es lo mío, pensé la primera vez. Siento un placer físico inigualable y trasciendo a partir de eso en otros aspectos. Sucede eso, encontrás el lugar. No es exclusivo, pero cualitativamente elegís estar con un varón porque con un varón vibrás hasta con la célula del rincón más alejado de tu pie izquierdo. Es, imagino, distinto en cada uno. Lo fálico, por ejemplo, no me moviliza mucho. Lo mío es un culto al culo duro, a ese glúteo bien definido y el tema de entrar en el cuerpo de un tipo y sentirlo estremecerse por dentro, con esa mezcla entre goce y un poco de dolor. Me lleva a las nubes. Besarlo me descontrola”. Daniel parece emular, a su manera, el poema de Paul Verlaine, Oda al culo masculino.
SER, HACERSE, PARECER
¿Ramiro siempre fue gay? ¿Se convirtió en gay? ¿Se asumió gay? ¿O terminó de descubrirse gay? A Ramiro ninguna de estas preguntas le preocupa demasiado. “Nunca pensé que un día equis colgaba los botines. No me di cuenta. El corte entre una vida o identidad heterosexual y una gay no es tan neto”, dice. En su caso, los escarceos de la juventud quedaron en un limbo de ensoñación y misterio. Ramiro, en la cama con su compañero de cuarto y ese roce involuntario que le produjo una erección y luego el intento. Pero el otro, ¿no pudo? ¿no quiso? ¿no supo? Ramiro todavía se lo pregunta. Al día siguiente no hubo reproches, pero ya todo había cambiado y la amistad se apagó. Luego, ese mismo año, un poco tomados, él y otro compañero del que se había enamorado se besaron. Lo entendió como la culminación de una amistad varonil muy intensa. Si había tanto afecto, por qué no podía haber también deseo. Ramiro lo explica con una metáfora, la del Jenga, el jueguito en el que se trata de armar una estructura quitando piezas sin que la construcción ceda. “El incidente gay que tuve tan joven es una pieza. La extraigo y entonces me pregunto: ¿Y ahora qué hago con ella?”. Con ese afán, Ramiro, solo y ya separado, entró por primera vez en un chat gay. Tenía 43 años. Se sentía un novato. De pronto, todas las novias y sus horas de amor cortés no servían de nada para comprender ese universo de códigos, chistes, guiños y costumbres gay. Su sorpresa fue un varón asumido desde muy adolescente, Tony, de 29 años. Con la calle de quien vivió el ambiente desde los ochenta, Tony no tenía miedo de pasar frente a un pelotón de machos dispuestos al insulto o la cargada. “Me fascinaba eso. Una actitud masculina en alguien que se enorgullecía de ser gay. Con él supe distinguir en la calle al que es y al que no es. La mirada del otro. Era muy femenino en sus actitudes, pero por otro lado era muy masculino en la cama, y no porque fuera activo; no. Tenía que ver con otra cosa”, dice. De la mano de Tony conoció los primeros sitios de encuentro, una expedición superficial y muy corta. No le gustó el punchi punchi de las discos más modernas ni el dark room, ese cuarto oscuro en el que al tanteo ciego le sigue la acción directa. Se sintió cómodo un tiempo en los chats que empezaron a abundar pero terminó hastiado de tanta búsqueda de sexo exprés, dice. Mientras tanto, se hizo obvio que Tony no era hombre de un solo hombre. Atrincherado en el modelo monogámico que cultivan mayoritariamente los heterosexuales, Ramiro se negó a tener una pareja abierta, sin exclusividad sexual. No lo soportó. Se alejó de él y de los sitios del ambiente a los que iban juntos. Por eso, dice, va cada semana al grupo de reflexión de Puerta Abierta. “Es el lugar donde sigo teniendo un vínculo con pares, porque si no se está en la disco o en el chat es muy difícil mantener una conexión con lo gay –afirma–. En los grupos surge esto: no todos podemos contarlo. A veces podemos ser homofóbicos. Cómo no vamos a serlo si fuimos criados en ese río, amamantados por esa idea judeocristiana de que ser gay está mal, te lleva al Infierno. Es tan fuerte que podés tardar mucho tiempo en asumirlo”.
EL AMOR
La primera vez que Guillermo estuvo con un hombre tenía 34 años. La confesión llegó en el cuarto del departamento conyugal, en Belgrano R, un domingo a la tarde.
– Gabi, perdoname, te lo tengo que decir: me pasan cosas con los tipos– le contó a su esposa, novia de toda la vida, con papeles desde hacía dos años.
–¿Te gustan los hombres?– preguntó ella sin perder la calma.
– Sí– confirmó él.
– Entonces te perdí para siempre– dijo ella y lo abrazó.
Se acuerda de la fecha: febrero de 2006. Se habían empezado a llevar mal. Se habían prometido que no caerían en la rutina. Pero apenas llegaba de su trabajo en una droguería él se sentaba frente a la computadora y ella se ponía a ver televisión. “Luego cenábamos y che, vence la luz, hay que pagar el gas. Fue eso, me parece. Empecé a conocer chicos en un chat gay”, recuerda Guillermo. Fueron encuentros furtivos que él prefiere no recordar. No quiere, dice, hacerle ningún daño a Gabi, su ex. El engaño lo recluía en la culpa y a ella en el dolor que deja la traición. Pero siguen queriéndose, son amigos. Ella lo comprendió, dice. Gabi está de novia, rearmó su vida. Pronto, cree Guillermo, se presentarán a sus parejas. Su origen está en Munro, donde vivió en la casa de sus padres hasta los 32 años. De Munro son sus amigos de siempre, una barra de “boludos musicales” que lo “bancaron a muerte” cuando se fueron enterando de a uno de su nueva y sorpresiva identidad. Fueron, en los últimos ochenta, fanáticos de los Redondos y de bandas como Don Cornelio y la Zona. Poco futboleros, más que el tablón compartieron las incursiones roqueras a Cemento, al Parakultural, Babilonia, Medio Mundo Varieté y otros antros de la época. La reunión de los viernes para jugar truco y dominó se volvió un culto. Fueron, dice, pibes de vinilo. De hecho, ése fue el gancho en el chat cuando conversó por primera vez con Alejandro, en febrero de 2006. Guillermo había elegido llamarse Nonstop, un nickname que hacía referencia a una canción de Kraftwerk, la mítica banda alemana que comenzó en los setenta con los sonidos electrónicos. Alejandro escribió “Music” y Guillermo, “Technopop”. Después de chequearse con ese verso (music, nonstop, technopop), pasaron más de un año chateando y hablando de música. Se conocieron en agosto. La cita fue en un bar de Avenida de Mayo, un día de semana, a las 9 de la noche. A Guillermo, ese pibe joven y decidido, fanático de las mismas bandas que él, lo conmovió. Fue a la casa de los viejos y en su pieza encontró un viejo vinilo de Don Cornelio. Con ese regalo lo conquistó. Ahora está enamorado. Alejandro es un chico de Wilde que tiene 24 años, trabaja como asistente de sistemas y viaja en el Roca casi todos los días para verlo. Con él terminó de perder el miedo, dice. Caminan por la calle de la mano. Y sus vecinos en Caballito –adonde se mudó después del divorcio– ya no se asombran cuando los ven saludarse con un pico. En la misma casa donde buscó el disco para su novio –antejardín, cocina comedor, los cuartos al fondo-, debutó sexualmente con “una minita de la secundaria”, a los 18. A la hora de la siesta, cuando los viejos no estaban. Como cuando era chico y todos dormían mientras él se concentraba en desarmar algún juguete eléctrico. En esa misma habitación estaba cuando encaró a su madre:
–Má, te tengo que contar algo.
–¿Qué buscás?
–Me separo de Gabi. Soy gay.
Ella, 74 años, ama de casa, inmutable, con las manos sobre la falda, lo miró fijo y susurró:
–Ocultalo. Y ocultáselo a Gabi.
–No. ¡si te lo estoy diciendo es porque no lo pienso ocultar!
A la semana le tocó a su padre.
–Viejo, me separo, soy gay.
Con el llanto de su madre de fondo, su padre se enfureció:
–Te deseo la muerte adentro de un neuropsiquiátrico.
–¿Querés que me vuelva loco como mi primo Alberto, que terminó internado?
–Yo, antes de saber que sos gay, prefiero eso –le contestó el ex obrero jubilado de Alpargatas.
–Bueno, no es que vengo a pedirte permiso, sólo te lo comento. Soy así.
En la escena familiar sobrevolaban los fantasmas. Había un primo loco. ¿Alguien más había sido un “anormal” y lo había ocultado? Sí. Guillermo conoció esa otra historia turbia e innombrable por su hermano mayor. A él le había sido confiado el secreto. “Le preguntó a mi abuela, la madre de mi vieja: ‘¿Por qué te viniste de Santa Fe?’ Y mi abuela le dijo: ‘Porque encontré a tu abuelo con otro tipo en la cama’. Supongo que a mi vieja lo primero que se le ocurrió fue ocultar mi identidad, porque si no lo pudo asumir durante sesenta años con su padre, no lo podía hacer con su hijo. Tanto que al poco tiempo me volvió a preguntar: ‘¿Vas a seguir con Gabi?’”. Guillermo cree que él pudo haber pasado toda la vida como un “hétero con inquietudes” sin tomar la decisión de asumir que solamente le gusta el sexo con varones. “No sé hasta qué punto hay algo predeterminado en la sexualidad de cada uno –piensa–. En mi caso, yo siempre fui consciente de que había hombres que me parecían más atractivos que otros. Y me enamoré de una mujer maravillosa. No todo es sexo, lo que termina importando es el amor. Me decían que el amor entre dos hombres es muy diferente; y la verdad no lo creo así. Quizás el sexo sea más intenso, otra cosa, pero no el amor. A mi novio lo trato como trataba a mi ex mujer. Es así de natural. Podría haber hecho lo que hacen muchísimos varones, tener una vida paralela, no contarlo nunca, pero eso no hubiera sido bueno para nadie, mucho menos para mí. Hice mucho análisis y tuve la fuerza y la claridad en el momento indicado para asumirme gay”. Aunque Guillermo siente que definirse fue un proceso nada tortuoso, tiene la sensación de haberse saltado una etapa. “Me lo he preguntado: ¿no me habré perdido algo muy importante? Por ejemplo, cuando un chico te dice: ‘¿Te acordás de Bunker, ese boliche de los noventa?’ Y yo nunca fui. Debo materias”, se ríe de su condición de inexperto en una comunidad que ya tiene su historia en Buenos Aires, ahora considerada la ciudad más gay friendly de América Latina. Como Ramiro, Guillermo no se pudo insertar en lo que llaman “el ambiente” y ésa es una de las razones por las que, también, va a un grupo de reflexión. No admira a los íconos de la cultura pop gay, no le gusta hablar de ropa y marcas ni de la noche gay y sus lógicas estéticas, no va al gym y detesta que lo traten en femenino. Es lo que se llama un “nada que ver” en oposición a “la loca”. Se niega a ser un “gay de ambiente”. Ese tipo de diferenciación se puede apreciar en cualquier chat de hombres: abundan las identificaciones que rechazan los estereotipos en el borde o en el centro de lo homofóbico –“cero ambiente”, “machito busca machito” o “curioseando”–. Guillermo, por ejemplo, sólo tiene un amigo gay, un metalero de pelo largo que mata por un disco de vinilo de Black Sabbath. “Qué se yo, por ejemplo, el otro día en una revista gay decía: ‘Exclusivo: biografía de Mirtha Legrand’. Yo pensé: ¿qué tiene que ver mi culo con la tostadora? Hay chicos que dicen que es una diosa, que es divina, pero yo no entiendo esa lógica. Ni tampoco la comedia musical o la imposición de mantenerse jóvenes. ¡No me molesta envejecer!”.
UNA NUEVA VIDA
La primera vez que Carlitos estuvo con un hombre tenía 47 años. Había deseado a un pibe poco antes de casarse, pero nunca lo encaró. Pasaron 16 años de matrimonio hasta que este abogado se enredó con un varón y se fue a vivir con él. Ya en la infancia, en Flores, dentro de una familia judía tradicionalista, reconocía secretamente su gusto por los chicos. Pero jamás se le ocurrió que podría proceder en consecuencia. Durante años, dice, su vida fue como “una cinta transportadora de cumpleaños infantiles, toda una vida social en torno a los padres de los amigos de las nenas, otras parejas como la nuestra. Esa dinámica social te hace pasar el tiempo sin tomar una decisión. Lo soslayé conscientemente. Hice un ejercicio de la negación y de la vida hétero que no fue del todo feliz. Ésa era la realidad que yo tenía en la mano y con ella me manejé. Salí con chicas. Me metí de novio a los 20. Me enamoré. Yo la quise mucho y ella también me quiso mucho. Pero bueno, nuestra vida sexual siempre fue pobre. Llegó un momento en que esa pobreza se hizo insoportable”. Abogado, progresista, intelectual y analizado, apunta, para definir su preferencia: “Es una cuestión de gusto muy profundo. Así como no me gusta con un animal, no me gusta con una mujer. Pasa por el instinto, a todos instintivamente nos gusta algo más que otra cosa. No me refiero a ser activo o pasivo, ser penetrado o penetrante, esas divisiones son de ‘mata puto’. El sexo es uno solo”. Después del divorcio y varios años conociendo hombres, sin decir una palabra, Carlitos apareció un año nuevo judío en la casa paterna con su novio de entonces. La cena fue en silencio. Sus padres callaron, con la peor de las caras. Pasó el tiempo y la relación con aquel chico terminó. Carlitos volvió a Flores. En una caja guardaba algunos objetos de su ex. “Un día le pedí a papá que por favor me llevara en el auto a dejarle sus cosas para terminar totalmente con él. Me llevó y me esperó en el coche. Cuando volví, muy afectado por la situación, papá simplemente me tocó el brazo y me preguntó: ‘¿Estás bien?’”.
La mayor de sus hijas lo interrogó ante su propia psicóloga:
–Papá, ¿por qué te separaste de mamá?
–Sucede que a mí me gustan los hombres, por lo tanto el matrimonio con tu mamá no tenía mucho sentido ni para ella ni para mí.
–Ah, yo nunca pregunté mucho porque no quería meterme en sus vidas, pero me lo imaginaba.
Al poco tiempo, las chicas conocieron a su novio. Tampoco hubo explicaciones. Pero aquel departamento pequeño con una sola cama de dos plazas hablaba por sí solo. Carlitos imaginaba una vida familiar gay, una pareja que compartiera con él “la vida que cualquier hombre divorciado quiere llevar con sus hijos: desde un cumpleaños o una ceremonia familiar hasta unas vacaciones juntos”. Pero hasta hoy eso no ha podido ser. Cinéfilo, fanático del introspectivo cine europeo, Carlitos dice que la película hollywoodense Lejos del paraíso, en la que se relata la vida de un gay casado que deja a su familia por un varón, es una de sus preferidas. “En esa historia, ella (Julianne Moore) se queda sola, le cuesta rehacer su vida, y él (Dennos Quaid) la reconstruye rápidamente. Mi ex esposa ya está en pareja con un buen hombre y vive con mis hijas. Para mí ha sido difícil. No consigo conocer a alguien que esté dispuesto a llevar una vida como la que me gustaría, no se trata sólo de elegir ser gay, luego hay que construir ese camino, hay que tener paciencia”.
LOS HIJOS
Daniel –aquel del debut en el auto– es un tipo informal, pero preocupado por la pinta; un morocho de 41 que no deja que le crezca la panza, corre, toma sol y se peina con cera para lucir prolijo pero desordenado; usa gafas negras envolventes, jeans, remera y campera de cuero. Siempre fue lo que hoy se define como “metrosexual”, dice, pero desde que se define gay, mucho más. Llega tarde a un “ambiente” en el que el aspecto juega fuerte. “Quizás suene ridículo, pero por un lado siento que no perdí el tiempo posponiendo tanto mi definición por los chicos. Pero me da miedo no ser lo suficientemente atractivo. El ambiente es muy amante de la estética. Si no atraés desde lo físico es difícil, y yo ya no soy un pibe”. Samanta se ríe de la coquetería masculina de su padre. Le parece gracioso verlo preocupado más que ella misma por los detalles. Con 16 años recién cumplidos, prefiere el punk y el metal. Tiene una banda, toca el bajo y se siente orgullosa de que su papá le haya contado que es gay. “No me lo imaginaba, pero se dio que yo misma entré en conflicto por mi sexualidad. Pasé una semana muy angustiada porque me había enamorado de una compañera de mi colegio. Había hablado con mi prima, que también es bisexual, y no sabía para dónde salir, qué hacer. Una noche, después de cenar, me fui a mi cuarto y me encerré a llorar. Mi papá vino. ‘Vamos a hablar’, me dijo”. Salieron de la casa por las calles del barrio que ya se llenó de otras construcciones en las que las familias, reunidas frente al televisor, se ven unas a otras a través de los ventanales. Fueron hasta la plaza que hay a unas cuadras. Samanta le contó de su amiga. Daniel la escuchó. Pensó en esperar a que fuera ella quien le preguntara. Pero la conversación se hizo larga y ya no lo dudó: “Yo también te tengo que contar algo”, le dijo. “Para mí, saberlo fue una sorpresa, pero la verdad es que fue también un alivio. Es increíble que tenga un padre que haya sido tan copado y que tenga el valor de ser lo que de verdad quiere ser. Él no me ha querido presentar a un novio porque dice que todavía no está seguro de quién es la persona, pero a mí me encantaría conocerlo, porque así me acompañaría más fácil a una disco gay. Yo nunca entré a una”, cuenta. Su hermano, Pacho, de 14, aún no sabe nada. Daniel dice que se preocupó por criarlo con una imagen masculina fuerte y presente. “Como mi viejo fue un tipo que no estuvo, hice un esfuerzo especial para que él tuviera un referente paterno claro. A mí el fútbol no me gusta, no sé la diferencia entre una pelota y una licuadora, pero mi hijo es un fanático y lo llevo a la cancha. Él me lo preguntará. Cuando lo haga, sé que tiene los valores para poder entender, pero todavía no”, dice Daniel. Hace dos semanas, Daniel y Samanta entraron juntos a internet para buscar un bar gay diurno al que ir juntos. Dieron con uno en San Telmo. Se llama Pride. “Ella es muy chica para ir a un boliche, me parece, así que quería complacerla con esa experiencia necesaria de verse reflejada en otros y otras como ella. Fuimos a la Capital y la pasamos muy bien”. Samanta anotó en su agenda ese día como uno que no olvidará jamás. “Vi por primera vez a dos chicos darse un beso y a dos chicas tomadas de la mano. Para mí fue muy emocionante. Tengo mucha suerte, vivo en una época en la que esto es posible. Puedo elegir lo que quiero ser. Y además, tengo un papá gay”. A diferencia de la generación de su papá, lejos del tabú, ella no necesita esconderse. ��
Por qué fingir que nada sucede
BORIS IZAGUIRRE
Finalista Premio Planeta 2007 con la novela Villa Diamante
...sucede con la sexualidad, puedes tener varias, hacerte o deshacerte de una, lo cual aparentemente ofrece una sensación de libertad pero que en realidad oculta un inquebrantable machismo católico, aquel que prohíbe alterar la naturaleza que desde luego jamás se le ocurriría ser gay, sino siempre heterosexual y reproductiva. Bueno, ¡qué se le va hacer!, es la misma historia de siempre con las culturas latinoamericanas, que no pueden evitar observar la homosexualidad como una condena, un Apocalipsis, un vicio. Lo bueno de los argentinos es que al menos en eso son honestos y conjugan el verbo hacer como una posibilidad que siempre parece rápida, propia de un descoloque... Lo divertido del caso es que cuando viví aquí, en Buenos Aires, mucho más joven que ahora, es cuando más experimenté con chicos, tríos, alquiler de sexo, taxistas, pequeñas prostitutas de Jujuy, una bailarina go-go que me presentó mi amigo Sergio De Loff en el mítico El Dorado y hasta un asistente de cámara de una telenovela que escribía aquí. Sí, es mi recuerdo de esta ciudad, sexo loco, desinhibido, acompañado también de los avatares propios de nuestro subdesarrollo... Y ahora, casado, acercándome a los 43 años, resulta que estaba experimentando... Hombre, claro que sí. Me fui y cambié de todo, de amistades... Y reduje los tríos a enamorarme de mi actual marido. Es como si mi aprendizaje sexual hubiera sido esa larguísima noche porteña, en la que aparentemente experimentar no significa nunca reconocer. En cambio, para mí, vivirlo significó descubrir mi honestidad. Que mi condición sexual significaría para mí una forma de asumir el mundo, la vida, la opinión que se tenga de las cosas. Y que toda experimentación al final tiene su día de graduación, en el que vuelves al mundo real. Y te haces burgués. Así me gustaría entrar en la segunda reflexión de esta nota: reconocer tu sexualidad es una manera de ampliar tu capacidad de pensamiento, porque es un peso que parece crecer a tu lado y que puede ser zarandeado por muchos, incluso pueden inferirle más y más peso hasta volverlo aplastante. Si te lo quitas antes, es un terreno que tienes ganado. Al menos así lo he visto y es cierto que desde entonces no ha dejado de ser un plus en mi vida. Me ha abierto todas las puertas posibles, empezando por la de la credibilidad, recorriendo la del amor al lado de mi marido y terminando en la del propio éxito mediático, que en España he encontrado primordialmente en la televisión, un medio empeñado en mostrar bustos parlantes mucho más que cabezas pensantes. La sexualidad es una experimentación, que es también íntima, personal y compartida. Pero todo el mundo sabe que lo mejor de echar un polvo, como dicen los españoles, es contárselo a tus amigos. Entonces, ¿realmente es apasionante fingir entre todos que no ha sucedido? Me parece una necedad. Algo inexplicable y absurdo, enquistado en nuestras vidas como la bendita sensación térmica.