“No quería entrar en la colimba sin haber debutado con un hombre”

Publicado el por  para su blog Boquitas Pintadas, de lanacion.com

Daniel, que hoy tiene 49 años, recuerda su primera vez. En realidad, habla de sus varias primeras veces, sus inicios en la homosexualidad. Uno de esos momentos fue el verano del ’82. El primer relato empieza así: “Colectivo 37 rodando por avenida Callao, medio vacío. Yo estaba sentado en el asiento del medio de los cinco finales. Faltaban semanas para entrar a la colimba y había decidido no ser soldado sin antes haber debutado”.
 
El segundo, en sus propias palabras: “Principios del ’85. Caminando por avenida Corrientes, frente al Teatro San Martín, conozco a Julio Cesar. Yo tenía 22, él 30. Ambos estábamos en la docencia. Yo, si bien ya trabajaba como profe, recién estaba comenzando el Profesorado; él ya lo había terminado hacía unos años. Los dos estábamos apurados pero acordamos una cita”.
 
Por último, recuerda una experiencia que también considera una especie de debut. “Mediados del ’87, una noche a pocas cuadras de casa me crucé con otra persona: Lucas. Me miró, lo miré, me miró, lo miré, me miró, lo miré. “Hola”. “Hola”. “¿Caminamos?” “Y caminamos desde Av. Santa Fe y Bonpland hasta Cabildo y Lacroze. Y de ahí, taxi a Almagro, a su departamento”.
 
Daniel es un asiduo lector y colaborador de Boquitas pintadas. Esta vez escribió acerca de las evocaciones sobre su despertar homosexual en uno de los encuentros del grupo de reflexión para varones gays que coordina el Lic. Alejandro Viedma en la ONG Puerta Abierta. Dice Daniel en su Facebook -y autorizó a que lo publicáramos-: “Gracias a Alejandro Viedma quien, desde lo grupal, genera un espacio que lo lleva a uno, por ejemplo, a estas experiencias de contribuciones para el blog Boquitas Pintadas…!!!”.
 
Primeros,
Por Daniel
 
Verano del ’82. Colectivo 37, rodando por avenida Callao, medio vacío. Yo estaba sentado en el asiento del medio de los cinco finales. Faltaban semanas para entrar a la colimba, y había decidido no ser soldado sin antes haber debutado…
 
Sube él y se sienta al lado mío. Me mira, me toca con la pierna, se baja el cierre de la bragueta. A esta altura ya estábamos por avenida Las Heras y, sin mediar saludo, me dice: “¿Venís a casa? Yo me bajo en la siguiente”.
 
Y me bajé yo también.
 
Nunca le dije que era mi primero, pero por supuesto se debe haber dado cuenta de que yo era muy novato (me tuvo que explicar qué significaba “bajar”, “activo” y “pasivo”, por ejemplo)…
 
Hoy no me acuerdo ni su nombre ni su cara, apenas una idea borrosa de su cuerpo. Pero ese momento para mí fue un salto cuántico.
 
Nunca había tenido juegos sexuales con otra persona y mucho menos había hablado del tema con nadie. Me mandé solo y, después de esa cama que hoy no sería recordable, yo era otro. Un otro con menos peso encima, con cosas más claras. Y la maravillosa imposibilidad de volver atrás.
 
Principios del ’85. Caminando por avenida Corrientes, frente al Teatro San Martín conozco a Julio Cesar. Yo tenía 22, él 30. Ambos estábamos en la docencia. Yo, si bien ya trabajaba como “profe”, recién estaba comenzando el Profesorado, él ya lo había terminado hace unos años. Los dos estábamos apurados pero acordamos una cita. A partir de ese momento la confitería La Ópera, de Corrientes y Callao, se convertiría en “nuestro” lugar. Yo vivía con mi familia, él con la suya, por lo que nuestro “romance” se desarrolló por las calles de Buenos Aires. Mucho café, mucha caminata, mucha charla. Eran otros tiempos así que nuestras muestras de afecto en público se reducían a rozar nuestros dedos o jugar con nuestros pies bajo algún largo mantel. De vez en cuando, un lugar más oscuro nos permitía “robar” un beso.
 
Apenas un par de meses después de habernos conocido, Julio me propone que nos vayamos en Semana Santa a Chascomús. El día de nuestra partida nos citamos, por supuesto, en La Ópera. Allí me dice que como nosotros no podíamos casarnos… ¿Se acuerdan de los tiempos en los que no teníamos los mismos derechos con los mismos nombres? En fin, decía, como nosotros no podíamos casarnos “en serio”, no me podía dar un anillo, pero igual quería darme algo que simbolizara nuestra unión. Y me regaló una pulsera. Igual a la de él, claro.
 
Y en ese momento me di cuenta de mi error. O de mis errores, mejor dicho. Uno: él estaba mucho más metido en esta relación que yo. Dos: yo sí estaba enamorado… de la idea de tener un novio.
 
Y como uno era más joven y más pavo, agrego un error más: me callé la boca y nos fuimos igual a Chascomús. No puedo decir que la haya pasado mal – para nada! Pero igual siempre tenía el agridulce sabor de saber que estaba disfrutando un lindo paseo y haciéndole creer a alguien que todo estaba bien… cuando en realidad, para mí ya no había nada. Cuando, en realidad, para mí no había habido sino sólo un espejismo.
 
O tal vez tan sólo el miedo no dejó que apareciera…
 
A la vuelta, y justo el día que iniciaba terapia, Julio y yo nos dijimos adiós. Nos habíamos citado en un bar cerca de mi psicólogo. Yo estaba envalentonado por mi primera sesión y eso me permitió poner las cartas en la mesa. Te herí, Julio, lo sé muy bien. Era yo muy joven, muy inmaduro, pero eso no quita el sabor amargo del momento ni aún hoy, tantos años más tarde. Pero, eso sí, aprendí una lección muy importante: no se juega con las personas…
 
Si bien después –entre Julio Cesar y el que nombraré luego- hubo alguien quien fue el primer hombre que me quitó el sueño mientras me hacía soñar con una pareja que sentía tangible de una forma inédita para mí, el sueño duró poco y nunca pasó nada con él.
 
Un par de años más tarde, a mediados del ’87, una noche a pocas cuadras de casa me crucé con otra persona: Lucas. Me miró, lo miré, me miró, lo miré, me miró, lo miré. “Hola.” “Hola.” “¿Caminamos?”.
 
Y caminamos desde avenida Santa Fe y Bonpland hasta Cabildo y Lacroze. Y de ahí, taxi a Almagro, a su depto.
 
Y nunca hasta esa noche la había pasado tan bien con alguien.
 
Empezamos a salir: confiterías, cine, caminatas. Una noche la luna nos guiñó un ojo mientras se disfrazaba de aguacero y cuando llegamos a su casa, empapados, comenzó una de las mejores noches de mi vida y el momento en que me di cuenta que con Lucas había algo más que “buena onda, buena cama”.
 
El momento en el que me di cuenta que todos los anteriores no habían sido sino una preparación y que, de alguna manera, Lucas era mi verdadero primero.
 
 

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